Durante el segundo tercio del siglo XVII vivía en Jaén una prosapia y
bizarra familia, descendientes directos de la estirpe de los Pérez de Vargas,
aguerridos nobles castellanos que en la campaña del Salado el rey Alfonso
"el onceno" los apodó con el sobrenombre de "Machaca",
deformado posteriormente por "Machuca".
Vivía en una extensa y heráldica mansión de
la calle Llana, primer solar urbano del Jaén extendido, fuera ya de su férrea
e inexpugnable muralla almorávide, tras la conquista de Cambil y Alhabar por
los Reyes Católicos.
Don Francisco de Vargas ganó justa fama y
fortuna en la conquista de México junto con Hernán Cortés, de quien fue su
principal lugarteniente.
Tenía nuestro hidalgo caballero una joven y
bella nieta llamada Doña Beatriz de Vargas y Sáez, la que gracias a su
sencillez, dulzura, finos modales y angélicas facciones, hacía la felicidad
del noble anciano, y suplía en parte la ausencia del hijo perdido
prematuramente.
Tenía Doña Beatriz una gran habilidad artística
en las que sobresalían además de la pintura -que realizó cuadros de mérito-,
la primorosidad de obras de arte en los bordados y tejidos.
Transcurría la vida de nuestro personaje de
una manera tranquila y sin incidentes, en unión de su hija política Doña
Esperanza, su nieto mayor, Don Carlos y Doña Beatriz, en su magnífica y lujosa
mansión, cuyos cuidados jardines miraban a la Senda de los Huertos, lugar de
embrujado ensueño de nuestro romántico Jaén, pasaje de añorados y poéticos
recuerdos de nuestros antepasados.
Doña Beatriz fue prometida en matrimonio muy
joven -según la costumbre de los nobles de la época- a un gallardo caballero,
Don Arturo de Molina, Barón de Torreoscura.
Un día repentinamente su querido abuelo enfermó
gravemente, conllevando su óbito inmediato, lo que sumió a Doña Beatriz en un
profundo dolor, dada la veneración que sentía por su segundo padre, y a pesar
que su madre, hermano y la propia servidumbre se esforzaban por consolarla, no
lo conseguían.
No pasaron muchos días desde la defunción del
noble anciano, cuando Doña Beatriz -que aún no había salido de su silenciosa
y melancólica pena- tomó la firme decisión de renunciar al mando e ingresar
en un convento; vanos propósitos los de su familia que intentó por todos los
medios de persuadirla de su decisión; inclaustrándose en el convento de las
franciscanas descalzas, conocido por el vulgo por las "Bernardas". La
decisión causó también gran contrariedad a Don Arturo de Molina, hasta el
extremo que se juró exclaustrarla a toda costa.
Mientras tanto la vida conventual de Doña
Beatriz discurría con la normalidad establecida, alternando sus oraciones y
meditaciones con las demás novicias, con trabajos de todo tipo, destacando los
primores de bordado y costura, entre los sillares centenarios del recinto
clarista, por cuyas vetustas ventanas entraba un sol de justicia, cuya luz se
descomponía en iridiscentes reflejos al atravesar los altos vitrales, y por
donde se podían ver las combadas palmeras que existían en el amplio huerto.
Por aquel entonces estaba en plena construcción
el retablo mayor; Doña Beatriz, guiada tal vez por su impulsos artísticos,
observaba atentamente a través de la celosía existente en el lado derecho, cómo
los artistas ejecutaban sus magníficos trabajos de pintura y escultura, hasta
tal extremo, que muy pronto asimiló la forma de modelar la madera. Fue tal el
grado de perfección y dominio al que llegó, que se animó a llevar adelante la
idea que se forjó; obviamente con el previo consentimiento de la madre abadesa,
consiguió a través de su familia, las herramientas propias para ejecutar la
obra que se propuso llevar a efecto, producto de su limpia imaginación, entre
los utensilios figuraba un gran trozo de madera de sándalo, que su abuelo trajo
de sus conquistas en tierras españolas "dónde nunca se pone el sol",
la cual tenía grabados unos signos misteriosos que nunca supo su significado, y
despedía constantemente un fragante y delicioso aroma.
La joven novicia comenzó a esculpir el busto
de Jesús en el trance de la Pasión en sus escasos tiempo de ocio. Poco a poco
fue tomando forma humana el divino rostro del Hecce Homo, que una vez
finalizado, causó la admiración de toda la comunidad franciscana, e incluso
hasta de la propia autora. A continuación se llevó a efecto la tarea de
pintura y policromado, resultando una talla de gran belleza plástica, hasta el
extremo que al contemplarlo la congregación clarisa con piadosa devoción las
hacía caer de rodillas, entremezclándose el éxtasis y el asombro.
Cuando le fue mostrado al venerable anciano
sacerdote don Miguel, que era el capellán de las monjitas, éste no pudo
reprimir su emocionado asombro, por lo que rápidamente dio cuenta al obispo,
quien acto seguido visitó el convento donde le fue mostrado el Divino Busto,
quedando tan profundamente impresionado por el realismo conseguido: su dulce
expresión; serena y majestuosa humildad; la corona de espinas ciñendo la
cabeza adornada de hermosa cabellera natural; su rostro acardenalado, por donde
corren las gotas de sangre que provocan las espinas; su boca entreabierta de las
que brotaron palabras celestiales; y que de ella sale todo el año, menos un día,
grato y perfumado aroma, que procedió su inmediata solemne bendición.
Mientras tanto, en la ciudad cundió la
"sagrada" noticia, y fueron tantas las personas que a diario acudían
a las "Bernardas" a contemplar aquella magistral obra de arte, que fue
necesario situarla permanentemente sobre un lugar predominante del templo,
recibiendo en principio la admiración de millares de católicos, y después, la
profunda devoción de todo el buen pueblo de Jaén.
Por su parte, Don Arturo de Molina -el que
fuera prometido de Doña Beatriz-, que no había renunciado en su obstinación
de exclaustrar a su elegida, más por despecho y rabia que por amor, además a
todo esto, había que sumarle el mal trance económico por el que atravesaba,
debido al despilfarro que su vida libertina y lujuriosa, le había sumergido a
raíz del ingreso en la vida conventual de su prometida, esperando con interés
que su matrimonio con Doña Beatriz, equilibrase la alarmante merma económica
en que se encontraba, en virtud a que percibiría una fuerte dote pactada en su
día con la familia de Vargas y Sáez.
Se valió de mil y un trucos maquiavélicos
para convencer a su víctima de su
desesperado e infinito amor, y le remitió varias cartas en las que les exponía
la inutilidad de su vocación, y un sinfín de astutas argucias, que hizo
vacilar la incipiente vocación de la novicia. Claro está que Doña Beatriz
ignoraba por completo la truhanería en la que se había lanzado al que creía
su hidalgo galán.
Después de una reposada meditación, y guiada
más por el instituto del amor -supremo don que Dios nos legó-, decidió
exponer a la madre abadesa su decisión de abandonar el claustro para contraer
el santo sacramento del matrimonio con Don Arturo de Molina. La buena madre
superiora, ante la claridad y bondad de su sentimientos, aceptó resignada la
decisión adoptada: la renuncia a los hábitos y la exclaustración de la
novicia.
Doña Beatriz de Vargas, con un apretado nudo
en la garganta, se fue despidiendo de cada una de sus condiscípulas de
noviciado, así como de las profesas y madre abadesa. Después se dirigió
directamente a la capilla y se arrodilló ante el Santísimo y oró devotamente
durante unos minutos. Seguidamente se trasladó hasta el lugar donde estaba
expuesta su maravillosa obra, y la miró con sublime fervor al lirio cárdeno,
la púrpura encendida, y una cascada de cálidas lágrimas inundó sus bellos y
serenos ojos, brotándoles como perlas a través de sus largas pestañas que
formaban finísimo encaje y rodándole por la sedosa, fina y satinada piel del
angelical rostro, bajando lentamente la vista, y cuando se disponía atravesar
la puerta de la iglesia, oyó una sonora y grave voz masculina que la dejó
cataléptica, y le dijo:
-¡Beatriz!, ¿te vas y me dejas por ese
hombre?
Volvió la vista la aterrada dama hacia el
sagrado Busto, observando cómo la miraba fijamente a los ojos, al tiempo que
notaba que su cuerpo se desplomaba.
Las monjitas que desde la celosía existente en
el lado derecho del altar mayor observaban el drama de la buena hermana,
corrieron a socorrerla, trasladándola con mimo al jergón de su celda y la
estuvieron cuidando hasta pasados eternos minutos en que por fin abrió los
ojos.
Ante las solícitas preguntas de sus condiscípulas,
no quiso Doña Beatriz decir la verdad, salvo a la bondadosa madre abadesa en la
intimidad, y previa promesa de ésta de no decir nada a nadie.
Días después profesaba la devota dama,
ingresando formalmente en la orden franciscana descalzas con el nombre de sor
Verónica, hasta que dos años después, en una abrileña mañana de cuaresma,
al ver las hermanas que no acudía al oratorio, fueron a su celda y la
encontraron en el jergón con los ojos ligeramente entreabiertos, que si son del
alma espejo, ¡cómo tendría el alma!, y una serena sonrisa en sus labios,
dejando ver unos dientes blanquísimos y brillantes, verdaderamente marfileños,
inerte y sin vida.
Miguel Moreno Jara
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