Claustro Poético

Boletín virtual de poesía, edición trimestral. Nº 32. Primavera-2013

Asociación Cultural Claustro Poético

 

  Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

  Coordinadores: Fernando R. Ortega Vallejo y Juan Antonio López Cordero

D.L. J-309-2005

ISSN 1699-6151

CONSEJO DE REDACCIÓN

Poemas

Cada día

Mater amantísima

A los exiliados

La Tormenta

Niño Dios

Silva arromanzada de la Soledad

Cansado estaba en la mina

Los pulmones de mi abuelo

Romance

Romance II

Soneto I

Soneto II

Soneto III

Oda V (Canción)

Elegía

Abrazando al Cristo de las Aguas

Almohada de Tres Picos

Canción para el Alma

El espíritu de Dios está con nosotros

El mundo de la fe

El órgano histórico de la Torre de Juan Abad

Reflexiones para la cuaresma

El tren de la tarde

Rory

Recogiendo aceituna

Recuerdo

Teorema del encuentro


Colaboraciones

Aforismo del día

De Dionisio Ridruejo "Asalto"

Toril


Noticias

Premios de poesía abril-junio 2013


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Romance*


 

 

Heliconíades voces

disolutas y disueltas

que, de noche sin licencia

licenciosas en mi cerca,

vais despertando mi ingenio

agolpadas en su verja.

Salid pronto al exterior

y seguid cantando fuera

transformaciones divinas

de infelices almas presas,

que, aun siendo ellas mortales,

su pena las hizo eternas.

 

Sucedió en aquel lugar,

refieren antiguas lenguas,

donde abraza y riega Betis

ciudad de ilustres poetas.

Su agua henchida va de versos

y a su paso ablanda tierras

bautizadas por Heracles,

glorioso hijo de Alcmena.

Allí dos niños nacieron,

destiñiendo estaba estrellas

entonces al vellón d’oro

las lluvias de primavera.

Ella, nueva luz al cielo,

dos estrellas dio abiertas,

acunáronla diez lunas

antes que él pudiera verla.

Ambos crecieron felices,

vecinos en horas tiernas;

él domando una pelota,

ella vistiendo muñecas.

Y el rapaz alado quiso

otra diversión a estas,

así, a los indios jugando,

a ellos lanzó sus flechas.

En el corazón de lleno

les alcanzó esta saeta,

áurea era su punta,

llameante la madera;

el infante malcrïado

nunca más volvió a usar estas.

Pues aquellos dos ingenuos

a amarse en edad manceba

pronto comenzaron, ambos

sin saber que su amor era

envidia de los mortales

y en los cielos malquerencia;

que también en las alturas

la misma bajura alienta.

 

 

 

Superaba la muchacha

a cualquier ninfa en belleza

no de las corrientes sólo,

también de las verdes selvas.

Pequeño cristal luciente

su cuerpo encerraba esencias

de azahares y jazmines,

de olor destilado en perlas.

Ceñía su frente el ámbar

desatado en ondas sueltas,

pupilas al sol libaban

mieles de sus dos estrellas.

Él ante todo la amaba

y escribíale poemas

y canciones que guardaban

láminas de su alma presa.

Muchas veces el dios niño

no ver quiso su cruel gesta

pues sus ojos se tapaba

muchas veces de vergüenza,

de rubores encendido

ante tal pasión sin tregua;

no pasaban un segundo

ella sin él, él sin ella.

 

 

 

Tales eran las que ardían

llamas dentro cual hoguera

que doradas recorrían

punta a punta por sus venas.

Frágiles hilos de vida

fue cortando el tiempo, mientras

ellos en su calendario,

felizmente cada fecha.

Y así cayeron los días

que en montones años cuentan,

juntamente recogidos,

en su amor no hicieron mengua.

Llegado cierto momento,

Cupido tomó una venda

pues del juego arrepentido

habló con tales querellas:

“jamás volveré a ver

a quien disparo mis flechas,

del amor se dirá pues

que es ciego por mi ceguera”.

Mas el cronida en su trono

tronando por tal afrenta,

en Discordia travestido

decidió pisar la tierra.

 

 

A hurtadillas ropa hurtó:

a su madre, talla inmensa,

una saya, las enaguas,

su toquilla y unas medias;

los polvos a sus querías

y el sostén a la parienta.

De esta guisa y en silencio,

envuelto en la noche densa,

 a cabrito de Mercurio,

descendió a la tierra.

Nada más vio a la joven

se prendó de su belleza,

y fue motivo añadido

para la engañosa vieja,

tánto que así le hablara

con una de sus mil lenguas:

“desconfía, niña, y mucho

de aquel que amas poeta.

¿Ora no está aquí a tu lado?

¿Dónde andará y en qué empresa?...”

A cada voz los dos labios

coloraban muchas grietas

que ponzoña derramaban

vacïándola en su oreja.

 

 

 

Mientras, de un negro acerico

sacaba celos la vieja;

uno a uno introducía

recorriéndole las venas,

y en su interior aguijaron

donde ya clavaban flechas.

Mas tan grande era su amor

y tanta su pasión era

que, aun hiriendo, no lo niego,

no doblaron su firmeza.

El dios todopoderoso,

vencido por vez primera,

de nuevo ascendió a los cielos

injuriando entre tormentas.

Tan de repente se fue

volando la falsa vieja,

que en el aire suspendido

se le vieron las vergüenzas;

quedó al descubierto el dios

y ella descubrió su treta.

En los umbrales celestes

de brazos cruzados Hera

recibió al marido infame

arropada de paciencia.

 

 

 

 

De desdenes empapado

tiritando rayos llega,

de sus ojos a su boca

resbalaba lluvia negra

y su boca se extendía

de corales toda llena.

Así en su rostro plasmaron

los pinceles que chorrean

aquel ingrato suceso

delatores de la escena;

si no lienzo desteñido,

era su cara un poema.

Al punto quedó enterada

la sufrida esposa regia,

consentidora de agravios,

de aquella nueva ofensa;

y aun sabiéndose robada,

ni así le dolieron prendas:

consoló al consorte a soplos

del desaire y de su pena

y, airándose el cronida,

pidió consejo a Minerva.

 

 

 

 

Hablole al fin la ojizarca

nacida de su cabeza:

“¿Tan falto de seso estás,

padre, por que no comprendas

que ni tú, nada, ni nadie

por poderoso que sea

podrá separar dos almas

unidas con tanta fuerza?

Impuso Amor su destino

y ya su unión es eterna.”

Diospadre escuchó a su hija

y dictaminó sentencia,

implacable juez sañudo,

 fulgurando: “!Que así sea!”

 

 

Desde aquel día eternamente unidos

el mar profundo los acoge y sienta

bajo el húmido seno silencioso

tediosos en alguna de sus cuencas.

Constantemente inseparables ambos

cubiertos entre sábanas de arena

temen las muchas codiciosas manos

cuando el cristal del cielo ondea y quiebra

y nubes espumosas se deshacen

descendiendo enredadas a la tierra.

De sus continuos besos sólo entonces,

el nácar derramando de sus lenguas,

interrumpidos cesan, y él separa

sus dos labios y muerde a quien pretenda,

porfïando la voluntad divina,

arrebatarle su preciosa perla.

  

*Manuel Muriel Rivas

 

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