Claustro Poético Boletín virtual de poesía, edición trimestral. Nº 70. Otono-2022 Asociación Cultural Claustro Poético
Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo Coordinador: Juan Antonio López Cordero |
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La Pastora* Ya hace mucho tiempo, vivía en un pueblo surgido en la ladera de una sierra, en torno a una peña que sirvió de refugio a aquellos que siglos atrás nos antecedieron. Una abundante fuente fertilizaba la tierra, abancalada en poyos por cientos de muros de piedra, que se extendía a sus pies ladera abajo, en busca del angosto valle. Más arriba, la Sierra subía desesperada en busca de las nieves invernales, donde el hielo no permite crecer a los árboles y las nubes envuelven enebros y sabinas rastreras.
Por su puerta trasera, mi casa se abría a la calle llamada de los Pozos. En las noches de verano, salían los vecinos a las puertas de sus casas, buscando el fresco, suave temperatura térmica que tomaba la calle cuando el calido Sol había dejado paso a la oscuridad. Y solían reunirse con frecuencia donde un poyato de la calle permitía sentarse, o una amplitud que permitiera la reunión de grupo. Fueron los últimos recuerdos de una vida en comunidad, donde las puertas casi siempre estaban abiertas, y la solidaridad entre vecinos era un mandamiento.
A este mundo pertenecían muchas personas que ya no están. Recuerdo a Ángel el Cuco, llamado así por sus muchos años de casero en el cortijo de este nombre; Manuel el Rubio Notario; Gabina, Josefa, Margarita, Manuel el Cascúo, Celedonia, su hijo Pepe, Moyano, Encarnación... a los que se llevó el tiempo con su implacable voracidad.
De cada uno de ellos guardo en la memoria vivencias que contaban en aquellas noches de verano, vivencias de un mundo perdido, llenas de sentimientos, de pasión. De Encarnación guardo un recuerdo especial. Quedó viuda con hijos muy joven, y tuvo que tomar el oficio de pastor de su marido, bajar y subir con sus cabras la empinada Sierra del Almadén, según la época del año, en verano hacía las cumbres, en invierno hacia el valle. Conocía cada palmo de la Sierra, cada majadilla, cada fuente... y la soledad del pastor, mitigada por su perro y el ganado que cuidaba. La soledad era más grande en ella como mujer en un oficio de hombres, solitario y duro, por más que la literatura humanistica lo cuente de otra manera. Imaginaba verla en su juventud como aquella pastora que iluminó al poeta.
"Moza tan fermosa non vi en la frontera, como una vaquera de la Finojosa. Faciendo la vía del Calatraveño a Santa María, vencido del sueño, por tierra fragosa perdí la carrera do vi la vaquera de la Finojosa. En un verde prado de rosas y flores, guardando ganado con otros pastores, la vi tan graciosa que apenas creyera que fuese vaquera de la Finojosa. ..." La vaquera de la Finojosa. Íñigo López de Mendoza.
La realidad era muy distinta. El Sol llenó su rostro de arrugas, el trabajo dejó su cuerpo enjuto, la soledad borró la expresión de su rostro; y sólo sus ojos parecían transmitir una leve luz de satisfacción, la de alimentar a sus hijos. Hubo un poeta, que mejor que nadie recogió la imagen de la pastora, que bien pudo ser Encarnación.
"Vagando va por el erial ingrato, detrás de veinte cabras, la desgarrada muchachuela virgen, una broncínea enflaquecida estatua. Tiene apretadas las morenas carnes, tiene ceñuda y soñolienta el alma, cerrado y sordo el corazón de piedra, secos los labios, dura la mirada… Sin verla ni sentirla la estéril vida arrastra encima de unas tierras siempre grises, debajo de unas nubes siempre pardas. Come pan negro, enmohecido y duro, bebe en los charcos pestilentes aguas, se alberga en un cubil, viste guiñapos, y se acuesta en un lecho de retamas. No sueña cuando duerme, no piensa cuando vela desvelada; si sufre, nunca llora; si goza, nunca canta, y vive sin terrores ni deleites, que no la dicen nada ni los fragores de las noches negras, ni los silencios de las noches diáfanas, ni el rebullir del convecino sapo, ni los aullidos de la loba flaca que yerra sola venteando carne de chivos y de cabras. Nunca sintió las alboradas tristes, nunca sintió las bellas alboradas, ni el ascender solemne de los días ni la caída de las tardes mansas, ni el canto de los pájaros, ni el ruido de las aguas, ni las nostalgia del rumor del mundo, ni los silencios que el erial encalman. ... Ciegos los ojos, sordos los oídos, la lengua muda y soñolienta el alma, vagando va por el erial escueto detrás de veinte cabras que las tristezas del silencio ahondan con la música opaca del repicar de sus pezuñas grises sobre grises fragmentos de pizarras". Los sedientos. José María Gabriel y Galán
Pastora con su rebaño. Julien Dupré.
Aquel mundo se fue, como Encarnación, o quizás no se fue del todo. La sierra parece bramar pasados recuerdos, que el tiempo intenta tapar con denuedo. Aún creo verla detrás de sus cabras, siguiendo los estrechos y pendientes senderos que suben y bajan por la escarpada sierra, que ya se han perdido, cubiertos de matorrales densos y secos, prestos a servir de acelerante al fuego. Pero tampoco éste borrará su recuerdo.
*Juan Antonio López Cordero.
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