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LA
LÁGRIMA*
Hubo
un tiempo, distinto al actual, en que la mayoría de las personas no sabían su
edad. Cuando se les preguntaba solían responder una edad aproximada, sobre
treinta, cuarenta, cincuenta,... años; y su fecha de nacimiento aproximada la
recordaban por algún hecho sobresaliente: el año del terremoto, de la sequía,
del esquimo... Para aquellas gentes no tenía mucha importancia saber su edad,
el concepto de tiempo era muy distinto al que hoy tenemos, pasaba lentamente; la
diferencia entre el día y la noche parecía mucho más acusada, al igual que
las estaciones. Entre todas ellas sobresalía
la Primavera
, cuando la luz vencía al frío y a las oscuras tinieblas del invierno, la
nieve y el hielo se retraían a los altos picachos de las montañas, la lluvia
regaba los campos en flor augurando buenas cosechas, las espigas comenzaban a
engordar, las hormonas estremecían el cuerpo y todo el mundo se lanzaba en
romería a la captura de la poesía del paisaje.
Hoy,
de distinta forma,
la Primavera
nos empuja también a salir de las paredes y absorber
la Naturaleza
que tenemos más cercana. El parque es uno de esos refugios naturales que ha
dejado el asfalto de la ciudad para
aquellos que tienen tiempo de vivir o, al menos, intentan encontrarlo. Salí al
parque para absorber los efluvios de la nueva estación, que ya hacía mella
entre la frondosa vegetación, en la caterva de niños que saltaban por doquier
o en la dulce mirada de una mujer que vi sentada en un banco. Sin embargo...
algo no cuadraba en el paisaje. Era su mirada, esa mirada perdida... y una lágrima.
Pensé: no, una lágrima no tiene sentido en un parque en Primavera, cuando los
álamos acaban de vestirse de nuevo con sus galas más hermosas, cuando de aves
se plaga el cielo con su canto embriagador, cuando la luz y el color lo envuelve
todo, cuando el mundo derrocha vida a borbotones... En cambio, ella permanecía
ausente en la soledad de su lágrima, la que observaba añorante como un tesoro
que se deslizaba por el espacio más puro de su rostro.
La
lágrima,
M. Ayala
de Harris
Mis ojos perseguían la lágrima en
cada milímetro de su piel, con la ansiedad de pensar que en cualquier instante
se rompería, como aquella otra que un día perdí, en otra mejilla, en otra
mujer. Aquella lágrima era un rubí perfecto, de una pureza inmensa, que
llenaba su dulce rostro de inigualable belleza. Era ese don divino que creó el
sentimiento más humano, ansioso de libertad.
La
miraba y ella, absorta, estaba en otro mundo, en otro lugar, con otra gente. Sin
embargo, sabía que por alguna razón yo también formaba parte de su historia,
porque esa lágrima era algo mía. La vi correr por los ojos de otra mujer, en
angustia contenida, cual frágil tesoro, efímera
escarcha que hipnotiza al poeta:
“Asomaba
a sus ojos una lágrima
y
a mis labios una frase de perdón...
habló
el orgullo y se enjugó su llanto,
y
la frase en mis labios expiró.”
Gustavo
Adolfo Bécquer.
La
dejé en sus mejillas cuando me fui y quedó grabada a fuego en mi mente. Un
recuerdo que aún permanece, fresco, ardiente, ulcerando mis pensamientos. Era
un rubí perfecto que, estúpido de mí, un día hice brotar de su cuerpo para
robarlo y... se desvaneció. Fue, esa
lágrima, el más bello poema que jamás nadie pudo escribir, que por bella fue
efímera en el tiempo y perpetua en el espíritu. Inspiró al poeta la canción
más hermosa, que con desgarrado tango brotó:
“Una
lágrima tuya
que
moja el alma
mientras
rueda la luna
por
la montaña.
Yo
no sé si has llorado
sobre
un pañuelo,
nombrándome,
nombrándome,
con
desconsuelo.”
Homero
Manzi (tango en voz de Mariano Mores)
La lágrima
desnudaba los sentimientos, se deslizaba lentamente,
buscando el remanso de paz que el ser no puede darle. Quería estirar mis
pulgares y devolverla a sus ojos, de donde nunca debió salir y, entre susurros
decirle lo siento, aunque nunca le hubiese hablado antes ni ella me hubiera
visto jamás. Pero esa lágrima era “mi lágrima”, la que un día robé al
ser que más quise; la que no pude devolver, pues un pañuelo la borró de su
mejilla y se deshizo entre sus hebras.
La perdí, en un rincón del Parque se
desvaneció la lágrima en silencio, en la soledad del alma, tan frágil y fugaz
como la propia vida, tan bella y emocionante como el mejor poema. Pero esta vida
nos empuja de forma inexorable, nos monta en ese corcel que a galope alocado nos
lleva a ninguna parte. Intenté robar esa lágrima y tremolarla como pendón en
este trotar absurdo, mas sólo me quedó un adiós y entre los labios unos
versos que el poeta cantó:
“Adiós,
lágrimas cantoras,
lágrimas
que alegremente
brotabais,
como en la fuente
las
limpias aguas sonoras!
¡Buenas
lágrimas vertidas
por
un amor juvenil,
cual
frescas lluvias caídas
sobre
los campos de abril!”
Coplas
mundanas. Antonio Machado.
*Juan Antonio López Cordero
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