Claustro Poético Boletín virtual de poesía, edición trimestral. Nº 37. Verano-2014 Asociación Cultural Claustro Poético
Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo Coordinadores: Fernando R. Ortega Vallejo y Juan Antonio López Cordero |
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La Cruz del Muerto* El ser racional es funcional, práctico. Para él todo tiene un sentido, una utilidad. Aquello que deja de tenerlo termina por borrarlo físicamente y, para no ocupar espacio en su memoria, lo envuelve con la capa del olvido. Sin embargo, siempre queda alguna huella, bien sea en unas hojas enmohecidas, en un hito del paisaje, o en la tradición oral. En este último caso, la mente graba el recuerdo y la fecha se diluye en el tiempo, entrando así el hecho en el campo de la leyenda. La Cruz del Muerto es una leyenda, probablemente un hecho real que ocurrió no se sabe cuándo, pero sí ha quedado su huella en la denominación del lugar, que ya era conocido así a mediados del siglo XVIII. Ya no hay cruz, ni tan siquiera el camino de herradura sabiamente trazado por la sierra, que formaba parte de aquella red de senderos que comunicaban los pueblos a través de la montaña. Caminos milenarios, de extraños viajeros, de arrieros y recoveros, guardianes de historias de un mundo de esfuerzo, de inseguridad, a veces tierno, otras cruel, donde la naturaleza impone su ley al ser humano y le demuestra cuán pequeño es. Por las montañas vas como viene la brisa o la corriente brusca que baja de la nieve o bien tu cabellera palpitante confirma los altos ornamentos del sol en la espesura. Toda la luz del Cáucaso cae sobre tu cuerpo como en una pequeña vasija interminable en que el agua se cambia de vestido y de canto a cada movimiento transparente del río. Por los montes el viejo camino de guerreros y abajo enfurecida brilla como una espada el agua entre murallas de manos minerales, hasta que tú recibes de los bosques de pronto el ramo o el relámpago de unas flores azules y la insólita flecha de un aroma salvaje.
Pablo Neruda.
Cuenta la leyenda que una mujer salió tarde de la aldea camino a la ciudad, un día de invierno. Las nevadas habían hecho que los aullidos de los lobos hambrientos se oyeran más cerca. Había miedo, los vecinos le dijeron que no emprendiera el camino sola. No hizo caso, porqué habría de temer, si había hecho el mismo camino en muchas otras ocasiones. Tenía prisa, los motivos personales nublaban su mente, le empujaban a aceptar el hipotético riesgo. Tomó el camino que la llamaba, sus pies avanzaban a ritmo ligero mientras que, poco a poco, dejaba las tierras de labranza y se adentraba en la profundidad de la sierra. Nunca llegó a su destino. Era la que iba formando el viento con hojas iluminadas. Detrás de las montañas nocturnas, blanco lirio de incendio, ah nada puedo decir! Era hecha de todas las cosas. Ansiedad que partiste mi pecho a cuchillazos, es hora de seguir otro camino, donde ella no sonría. Tempestad que enterró las campanas, turbio revuelo de tormentas para qué tocarla ahora, para qué entristecerla. Ay seguir el camino que se aleja de todo, donde no esté atajando la angustia, la muerte, el invierno, con sus ojos abiertos entre el rocío.
Pablo Neruda. Poema 11 (veinte poemas de amor y una canción desesperada).
Los lobos debieron verle sola por el camino, captaron su miedo en la soledad de la sierra. La rodearon lentamente, su corazón palpitaba a alta frecuencia y su respiración se entrecortaba, mientras los ojos diabólicos de la manada la miraban en un tiempo que parecía ralentizarse. Sabía que no podía huir, que nadie escuchaba sus gritos, que había sido elegida como víctima para calmar el hambre. Al día siguiente, junto al camino encontraron sus ropas ensangrentadas cerca del Peñón de las Yedras. En aquél lugar, los vecinos levantaron una cruz en su recuerdo, como elemento exorcizador del campo y protector del viajero. Cruz que pedía al caminante una oración por su alma. Hoy el paraje está plantado de olivos. Los lobos ya hace más de un siglo que se fueron. El hambre y el hombre terminaron con ellos. Ni el frígido erial donde vagamos Sin acierto buscando alguna senda, Ni un arbusto descubre la mirada Que el suspirado abrigo nos ofrezca.
Allí en la cueva el hambre que nos mata, Y fuera de ella el frío que nos hiela; Entre ambos, como rudos cazadores; Sin piedad nos acosan por doquiera.
Y píntaseles otro en la batida: Del cargado fusil la saña fiera Deja sobre la nieve señaladas Con nuestra roja sangre nuestras huellas...
Tenemos frío, sí; tenemos hambre Y el mortífero plomo nos asedia Pero ¿qué importa?... En cambio somos libres. ¿Oh, santa libertad! ¡Bendita seas!
Canción de lobos. Alejandro Petröffi (Hungria 1823-1849).
Qué impía y cruel la naturaleza en su esencia, carente de sentimientos. El ser humano la imita para triunfar, la llama sabia, madre, que da y quita la vida sin piedad. Mas no puede borrar el rastro de su sangre, que de alguna u otra forma perdura en la memoria. La Cruz del Muerto siglos ha que mantiene el recuerdo de esa mujer de tiempos de leyenda, de misterio, de oscuridad... y también el recuerdo del animal estigmatizado, verdugo y víctima, borrado de la faz del paisaje. *Juan Antonio López Cordero.
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