Claustro Poético

Boletín virtual de poesía, edición trimestral. Nº 3. Invierno-2005

Asociación Cultural Claustro Poético

 

Director: Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

Coordinadores: Fernando R. Ortega Vallejo y Juan Antonio López Cordero

D.L. J-309-2005

ISSN 1699-6151

CONSEJO DE REDACCIÓN

Poemas

Haikus de la noche

 No es el verso sino su sonoridad

 El acróbata en el sendero de los sueños

 Al hijo poeta

 Dulce sensación

 El barco

 Andando en soledad

 Egoismo

 Cisnes caen en canoas

 Amores

Lluvia

Púrpura

Naufragio


Colaboraciones

La senda de Atarriate

Musicalizar un poema


Noticias

I premio internacional de poesía Hipálage

IX concurso de Cartas de Amor de Aller

I certamen de poesía Ábaco


Colaboran en este número


Nos anteriores

Número 0

Número 1

Número 2


 

 

La senda de Atarriate*


Hay libros cargados de poesía, escritos por hombres y mujeres que hacen surgir de su pluma a la misma Naturaleza. Uno de ellos es el Libro de la Montería , atribuido a Alfonso XI de Castilla y del que, por desgracia, no todos los lectores saben captar la poesía de su léxico. Es un libro que, aunque escrito en la primera mitad del siglo XIV, está más vivo que nunca. Es la imagen de un paisaje medieval, selvático, rico en flora y fauna, donde se describe detalladamente los cazaderos de osos y jabalíes, la ubicación de las “armadas” y las “vocerías”, montes, cordilleras, paisajes indómeticos y rebeldes, donde el hombre era un intruso. Es una imagen que contrasta con una geografía hoy totalmente cambiada en la que, sin embargo, aún permanece la antigua toponimia y orografía. Uno de estos lugares es la senda de Atarriate, ubicada en el monte de Bercho, antiguo cazadero de osos de la Subbética giennense. Estrecha senda, que gentes y caballerías surcaban en fila, una tras otra, en numerosas cuadrillas que se adentraban en los dificultosos parajes del monte.

Una de estas antiguas sendas surcaba el Puerto de La Mancha , donde hay una piedra junto a la que dicen se alzaba una cruz. Un humilladero que, como siste viátor, llamaba al caminante que seguía la vereda real de Úbeda a Granada a detener sus pasos, hincar sus rodillas y, ante el altivo paisaje, rezar una oración y pedir por las ánimas. Ya hace tiempo que desapareció la cruz, en este mundo no están los que la vieron, como tampoco los motivos que llevaron a levantarla, pues ya no hay viajeros que crucen el Puerto, ni pastores en trashumancia, ni lobos que acechen a sus ovejas, ni bandidos que asalten al caminante, ni brujas que en las cumbres de las montañas hagan sus aquelarres. Por las revueltas de la senda ya nadie pasa. Desde un carril cercano, por el que suben los vehículos, aún se ve su imagen fantasmal, cual serpiente que zigzagueando sube la ladera, cubierta de pasto y retamas. El monte pide lo suyo, mas la huella del hombre perdura, pues fue abierta con albarradas y consolidada por el continuo trajinar de gentes y ganado.

Es aquella estrecha y larga senda plagada de gentes que, de niño, veía desde la altura del Puerto, cuando yo mismo formaba parte de ella. Aún perdura en mi retina aquella larga fila de aceituneros subir el estrecho y serpenteante sendero, día tras día, en las frías mañanas de invierno. Una muchedumbre armada de largas varas, como un ejército en marcha camino del combate. La senda en movimiento, que parecía no tener fin, lentamente se introducía en las alturas del monte, donde la espesa niebla bajaba desde las cumbres, cubiertas de encinas, y parecía tragarse a los hombres a medida que ascendían. Atrás quedaba el pueblo, con calles desiertas y casas cerradas. La senda emitía un extraño ruido, que ya no he vuelto a escuchar desde entonces, formado por la mescolanza de voces y gritos de hombres, mujeres y niños, los cascos de las bestias de carga, el ladrido de los perros y el trotar de alguna que otra cabra que acompañaba a las cuadrillas hacia el olivar.

 

“El campo de olivos

se abre y se cierra

como un abanico.

Sobre el olivar

hay un cielo hundido

y una llama obscura

de luceros fríos”

                        Federico García Lorca

 

 El Vareo, Antonio Solórzano

 

Colgadas de la sierra aún duermen las olivas. Cada una tenía una cara y cada cual conocía las suyas individualmente. Había un diálogo tácito entre oliva y aceitunero. Era el pequeño olivar de montaña, la tierra de los hombres libres, sin amo, donde el calendario laboral lo imponía la Naturaleza. Las horas de trabajo eran de sol a sol y los días de descanso los establecía la climatología; aunque había dos excepciones: el día del Niño y la Navidad. Días de liberación, de fiesta popular, entre villancicos, en los que también estaba presente el símil de la “sagrada familia”, a la que incluían entre las cuadrillas, camino del tajo:

 

La Virgen va a la aceituna,

 San José va a varear,

 el Niño va a los graneos

 y la borrica a acarrear".

Villancicio Popular

 

         Los niños eran protagonistas en la campaña de la aceituna. Subían el sendero cubierto de estiércol y rocío con gorros y guantes de lana, a lomos de burros y mulos o cogidos de sus colas. Seguían el cortejo con ojos abiertos e inquietas miradas. No importaba la edad, incluso iba algún que otro recién nacido que, una vez en el tajo, desde los brazos de la madre pasaba a una espuerta colgada de una rama de oliva, junto al hato, al que acercaba sus pechos la madre aceitunera. Toda la cuadrilla lo cuidaba con mimo. Quien junto a él pasaba le daba un empujoncito en la espuerta para mecerlo. Esas manos que mecían al niño eran las manos que empuñaban las varas, tan tiernas para el amor, tan fuertes para el trabajo.

 

Aceituneras, Miguel Viribay

 

         El atardecer traía una senda distinta, gentes bajando la cuesta, en busca del hogar, de la chimenea, del calor de la leña de oliva en la larga noche invernal. Entonces parecía un ejército vencido.

 

“Cuando la noche llega

invadiendo el olivar,

¿dónde se va con su frío y cansancio

y su lento caminar?”

         Coplas aceituneras, Manuel U. Pérez Ortega

 

Tras el duro trabajo bajaban andando las curvas del Puerto, mientras los capachos de aceituna rendían los lomos de las bestias cansadas. De cuando en cuando, el arriero paraba para equilibrar la carga, mientras el Sol palidecía en el horizonte. El frío calaba la piel, los hombres volvían a vestir la pelliza, las mujeres sus toquillas y los niños sus saquitos de lana.

La niebla bajaba de la montaña siguiendo los pasos de esas gentes  de tez pálida y manos negras, manos de azabache, de zumo de vida y de esperanza, que se sumergían en la noche, oscuridad rota por la luz de las llamas del hogar, cansancio que trae el sueño temprano junto al calor de la lumbre. Entonces se hablaba, se contaban historias y leyendas, unas felices y otras tenebrosas, en un mundo mágico, jocoso, trágico o cruel, pero siempre misterioso, como misteriosa era su noche, que no acababa con las luces del alba. De nuevo, por la mañana, acompañaba a los aceituneros camino de la estrecha senda y... del olvido.

 *Juan Antonio López Cordero.

 


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